Cuando un niño nace, su madre lo educa y lo inscribe en su cultura oriunda. Aprende por imitación, no de un modelo sino de muchos. Necesita tener principios coherentes. Esto desarrollará su sentido crítico, y hará de su ser algo nuevo y único, capaz de pensar por sí mismo. Así aprende una persona.

Antes de que una máquina vea la luz, su creador programa un algoritmo que resuelva de forma mecánica un problema conocido. La máquina repetirá una serie de pasos de forma idéntica cada vez resolviendo el problema-tipo determinado, nunca uno nuevo. Así funciona una máquina.

No hay duda de que ambas cosas son útiles. Depende para quién. Una máquina ahorra tiempo y es perfecta. Pero qué es lo que queremos de nuestros estudiantes, ¿que sepan resolver problemas-tipo y que pasen por una carrera universitaria aunque la carrera no pase por ellos? Sin duda, esto generará estudiantes perfectos, estudiantes que no se planteen nuevos problemas y que no alboroten. ¿Aprobar o aprender? Es mucho más interesante y peligroso crear individuos que reflexionen, que entiendan, que apliquen toda su capacidad al resolver un problema y no que utilicen un método a manivela.

A menudo, convertirse en máquinas es la “opción fácil” para aquellos que estudian sin curiosidad ni vocación, presionados por un padre que proyecta sus metas y frustraciones en su hijo. O presionados por una familia degenerada por la pobreza.